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miércoles, 14 de marzo de 2012

Panadería Rosa y Blanca




El repartidor de la bollería, dice que antes de las ocho menos cuarto está allí, pero nunca es cierto. Siempre llega a las menos diez y a Rosa le toca correr porque a las menos cinco pasan las primeras madres, que con la hora justa, quieren comprar bollos para su prole.

Blanca ha abierto a las siete, y ha vendido sus primeras barras de pan a la clase obrera y a amas de casa madrugadoras, que luego quieren tener tiempo para ellas y empiezan con la tarea pronto. Después de estas primeras ventas, la cosa decae hasta las nueve y media, cuando vienen las que bajan del mercado, y a partir de las diez es la hora más viva.

Cuando pusieron la panadería, Rosa empezó a jugar con su ropa y comprobó que cada día pasaban más estudiantes por el comercio. Chicos en su mayoría, que venían a ver el nuevo modelo que llevaba. De boca grande y adornada con pendientes largos, y cabellos de un rubio artificial y desteñido, sabe reír y bromear. Se deja querer y desear, sin provocar, pero consintiendo miradas tórridas e intenta ocultar un rubor que nunca aparece, hasta el punto de que algunas chicas vienen a comprobar que no es para tanto lo que dicen los chicos. Además son mujeres muy mayores para ser competencia suya.

Blanca empezó a ver nuevas posibilidades cuando un día se le ocurrió dejarse un par de botones sin abrochar y la cola de chicas que querían sus bocadillos, creció proporcional a su escote. Blanca tiene ojos de gata, boca de piñón y caderas de  barca, que casi siempre ciñe con vaqueros o pantalones ajustados, que hacen resaltar aun más la contundencia de sus proporciones entre cintura y caderas. Sobre la ropa de color negro, destaca la piel blanquecina de la cara, del pecho, y desde aquel día, el aparentemente descuidado e interminable escote.

Entre ellas hablan, porque según dicen son distintas, de la hendidura que suele llevar Blanca, por su poco pecho y de la abertura profunda y exuberante de Rosa, que aunque de más edad, se conserva bien para haber tenido dos niñas y un marido demasiado atlético y estricto.

Las dos socias se hacen señas entre ellas e intercambian miraditas y risillas, al parecer inocentes. Cuando se quedan solas comentan algunos gestos, pero la mayoría son solo una manera de crear intrigas, entre la clientela del instituto a la hora del recreo. Seguras de que después, mientras devoran los bocadillos por la calle de vuelta al centro, el alumnado confirma sus sospechas y acertadas conjeturas, que habían imaginado de las dos mujeres.

En algunas ocasiones, las chicas llegan a una familiaridad inexplicable, fuera de una consulta profesional. Ellas nunca profundizan, porque no saben exactamente qué contestar a una juventud que no han vivido.

Por la tarde la panadería, sin alumnado ni compras, y quizás también por la persona que atiende o desatiende, según la ocasión, apenas tiene ventas.

Blanca que en realidad se llama Modesta, sale una hora antes, se va a las dos. Vuelve a su casa. Algunos días su abuelo no se ha hecho con su mujer y la abuela sin demasiada conciencia, se ha puesto a hacer la comida encendiendo el fuego antes de tener nada en la olla y después de una hora en el fuego, la cazuela ha cambiado de color, y el olor a plástico quemado de las asas, invade la cocina y parte de las escaleras comunitarias. Otros, el pobre hombre se queda dormido, y su mujer, para dejarlo descansar, ha cerrado la puerta con llave y se ha pasado toda la mañana esperando a Blanca en el portal, en bata y con las llaves en la mano. Cada día es una sorpresa distinta, que solo ella recibe al llegar al hogar.                                                                          

Rosa, es decir Joaquina, ha perdido un marido y conserva una madre de siete años desde que ella recuerda. La vida por la tarde pasa a ser de explicaciones y de interminable y repetitiva enseñanza, sin posibilidad por el momento, de cambio.

Las dos comentan que el pan les da la vida.
Virtudess